viernes, 24 de enero de 2020

Las Escrituras




Recientemente en distintos ambientes del mundo católico noté tres actitudes con respecto a la lectura devota de las Sagradas Escrituras: una negativa, una positiva y una dañina.

-Negativa: La encontré para mi sorpresa (y no tanta) en los grupos autodenominados “de la Tradición”. En ellos encontré una desconfianza muy extraña a la lectura (siquiera ocasional) de la Santa Biblia. El rechazo era fundamentado en “eso es cosa de protestantes”, aunque también escuché “¿para qué leer la Biblia si ya tenemos la Iglesia que nos la predica?”.

-Dañina: Esta la encontré en los grupos “progresistas”, donde curiosamente el uso de la Sagrada Escritura es constante pero terriblemente erróneo. El uso dado no es para el cual Dios nos dio la Biblia, sino más bien, para intentar confirmar sus errores en base a su mala lectura.

-Positiva: Fue gratificante sin duda, encontrar en los hermanos de rito oriental, un santo y santificante uso de los Libros Sagrados. Sin duda por su propia tradición teológica-litúrgica, el uso de la Biblia no les es extraño y les resulta normal, como en mi opinión debe ser para todo católico.



Los católicos no somos seguidores de ninguna doctrina en particular, ni mucho menos de un libro. Los católicos somos discípulos del Verbo Encarnado, el Logos eterno que se hizo hombre: Jesucristo nuestro Señor.
San Pablo lo dice al principio de la Carta a los Hebreos:

“Habiendo hablado Dios muchas veces, y en muchas maneras a los padres en otro tiempo por los Profetas: últimamente en estos días nos ha hablado por el Hijo, al cual constituyó heredero de todo, por quien hizo también los siglos” (Hebreos I,1-2 Biblia de Scío).

Dios nos habló por medio de su Hijo, para que saliéramos de las tinieblas a su luz admirable (I Pedro II, 9). La Iglesia, como Cuerpo de Cristo, de la que somos miembros nos ayuda a vivir estas verdades por medio de la gracia; no es que nos enseña la verdad como un simple conocimiento intelectual sino como un bien apetecible que nuestras almas buscan obtener.

Entonces ¿es necesario leer las sagradas Escrituras? Dice el rey David al principio del Salterio:

“¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni pone el pie en el camino de los pecadores, ni entre los burladores toma asiento, mas tiene su deleite en la Ley del Señor, y en ella medita de día y de noche!” (Salmo I,1-2 Straubinger). 

El hombre prudente es aquél que, consiente de su ignorancia, busca remedios para la misma en los ríos de la sabiduría divina. Los ríos de la Sabiduría se encuentran juntamente en las páginas del Libro Divino, como dice el Salmo primero. En ellos Dios preeminentemente ha revelado todo aquello necesario para nuestra salvación.

Los tradicionalistas que desconfían de la devota lectura de los divinos textos carecen realmente del sentido católico de Tradición. Esta no se reduce a las encíclicas del siglo XIX y a los discursos de Pio XII, sino que se remontan a los principios; Al Señor en el Evangelio y en toda la Biblia. La Tradición tiene por testigos privilegiados a los Santos Padres y a las escuelas teológicas de la Escolástica, y ambos “testigos” no eran más que comentadores de la Santa Biblia. Baste leer la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino y hojear un par de quaestiones para confirmar mi punto.

La desconfianza en base al ejemplo de los protestantes es absurda realmente ¡Como si fuera culpa de la Biblia que los protestantes digan herejías! Los protestantes simplemente erran en su lectura, en modo alguno la palabra de Dios los confirma en sus herejías. Ya decía Tertuliano:

“Ellos [los herejes] comienzan ante todo con las Escrituras… Es aquí sobre todo donde les cerramos el camino declarándoles no aptos para disputar sobre las Escrituras… Si el Señor Jesucristo mandó a los apóstoles a predicar, no debemos aceptar a ningún otro predicador fuera de los que Cristo ha instituido… Al no ser cristianos, no tienen ningún derecho sobre los escritos cristianos…” (De praescriptione haereticorum, 15,1-3; 21,1; 37,3).

La Biblia es de la Iglesia católica, no de ellos, por tanto el católico no debe desaprovecharla. Termino con esto recordando una frase de un amigo del palo de la tradición: “¡No leas la Biblia! Mejor leer una Vida de Cristo” y yo me pregunto ¿Qué mejor Vida de Cristo que la narrada en los Santos Evangelios? 

Ilustración de 1922: El descenso de los modernistas hacia el ateísmo, de E. J. Pace. Este dibujo aparece en su libro Christian cartoons.

Los progresistas en cambio, fieles a los helados vientos primaverales del Vaticano II, han puesto la Biblia al mismo nivel que el Santísimo Sacramento, y abusan de ella constantemente; Ya sea para vaciarla de su contenido sobrenatural convirtiéndola en un simple libro de cuentos morales o para fundamentar sus ideas revolucionarias (Como el triste caso de la Biblia latinoamericana). El mejor ejemplo de esto último es el dialogo tenido entre el señor Gallart y el abate Barré, en el capítulo VII de la novela francesa Les Nouveaux Prêtres, de Michelde Saint Pierre (disponible en español por cierto).

Los orientales (por lo menos lo que he conocido) no tienen un rechazo a la devota lectura del sagrado libro (como los custodios de un mal sentido de tradición) y su uso no es un abuso ideológico (como los adoradores del falso progreso). Sino que, guiados por el ejemplo del bienaventurado san Juan Crisóstomo, en las Escrituras buscan al Verbo divino, nuestro Salvador.

“Escudriñad las Escrituras, ya que pensáis tener en ellas la vida eterna: son ellas las que dan testimonio de Mí” (San Juan V, 39 Straubinger).

“Pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (San Jerónimo, Commentarii in Isaiam, Prólogo: CCL 73, 1).



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Nota nostálgica:
Por Vida de Cristo, mi amigo se refería a ciertas biografías noveladas sobre la vida del Señor. Entre las mas famosas se encuentra la escrita por Giovanni Papini (1881-1956) y la del apostata Joseph Ernest Renan (1823-1892).

El excelente blog Wanderer trata con mejor calidad la cuestion sobre la lectura de las Escrituras aquí.

jueves, 16 de enero de 2020

Buen viaje a la Eternidad


V: Dómine, exáudi oratiónem meam.
R: Et clamor meus ad te véniat.


Deus, cui próprium est miseréri semper et párcere: te súpplices exorámus pro ánima fámuli tui Christophorus, quam hodie de hoc sǽculo migráre jussísti, ut non tradas eam in manus, inimíci, neque obliviscáris in finem, sed júbeas eam a sanctis Angelis súscipi, et ad pátriam paradísi perdúci; ut, quia in te sperávit et crédidit,non pœnas inférni sustíneat, sed gáudia ætérna possídeat. Per Christum Dóminum nostrum. R: Amen.

In Paradísum dedúcant te Angeli: In tu adventu sucipiant te Mártires, et perducant te in civitate sanctam Jerúsalem. Chorus Angelorum te sucipiant,et cum Lázaro, quondam páupere aeternam habeas réquiem.

V: Réquiem ætérnam dona ei, Dómine.
R: Et lux perpétua lúceat ei.
V: A porta ínferi.
R: Erue, Dómine, ánimam ejus.
V: Requiéscat in pace.
R: Amen.

Christopher John Reuel Tolkien 
(21 de noviembre de 1924-16 de enero de 2020)


lunes, 13 de enero de 2020

Añoranzas de Diciembre



Después de la Semana del Triunfo del Señor (así le digo a la Semana Santa). El tiempo de Adviento es el periodo litúrgico más especial para mí, sobretodo la Navidad. La fiesta del nacimiento del Señor no solo me es espiritualmente gratificante por la celebración del divino Niño, sino también por la nostalgia que produce en mí estas fechas, y creo que en todos sucede algo parecido.

Todos, o quizás casi todos, de niños, esperábamos con ánimo festivo esos dulces 25 de diciembre que venían acompañados de una deliciosa cena, la familia unida y la alegría presente de los regalos y buenos deseos. Conforme vamos creciendo, la magia que duraba todo el año, se reduce a pequeños momentos. Supongo que es parte de madurar y de enfrentarse a nuevos retos en la vida, que obligan a dejar la sensibilidad de la niñez en el pasado y asumir la seriedad del adulto.

El ineludible pasar del tiempo no solo se nota en las arrugas  adquiridas en nuestros rostros, sino también en la forma de comportarse y pensar que vamos madurando en nuestras almas. Muchas veces estas son dolorosas lecciones cuando comentemos los errores que nos obligan a cambiar. Sin embargo, por un momento volvemos a ser niños.

Cuando jugamos con nuestros hijos, sobrinos o nietos; Al visitar a nuestros padres, para que quienes siempre fuimos niños como ellos lo fueron para nuestros abuelos. A veces sucede al ver, sentir y saborear algo que fue común en nuestra infancia y que hace años ya no veíamos, sentíamos o saboreábamos. Personalmente me sucedió una pequeña ‘epifanía’ cuando un día por casualidad me encontré viendo la película Christopher Robin, de la diabólica empresa Disney; A pesar de la maldad rampante de la empresa que produjo esta película, estaba bien hecha y con un inocente guion que retrata muy bien la belleza de la infancia y la tristeza de una vida adulta sin nostalgia, en este caso, la del británico Christopher Robin.


Ilustración original de Winnie-the-Pooh

La nostalgia, aquella dulce herida de los tiempos pasados que si fueron mejores, aquellos dulces años que se conservan en páginas de oro en el corazón.

Esa misma añoranza siento al llegar la Navidad, no solo por recordar los buenos momentos de la cena de niño, sino porque a la vez recordamos con fe a aquel que siendo eterno y omnipotente se volvió pequeño y débil. La ternura del Dios encarnado por nuestra salvación siempre podrá enternecer a un corazón sincero por más que el pecado  mucho lo haya herido.

Es la Navidad con sus luces litúrgicas la fiesta más hermosa del Año, es la noche santa que vio nacer al Salvador.
Es la Noche donde brilla con más fuerza esta frase evangélica para interpelar al corazón cristiano.

“En verdad os digo que si no os convertís y hacéis sencillos como a los niños, no entraréis en el reino de los cielos.” San Mateo 18,3 (Torres Amat).

Ser como niños, en la sencillez que nos permite contemplar más puramente a Dios (que es simple en su esencia según Santo Tomás) es una tarea dura al que ya paso varios años en el mundo moderno, pero no es tarea imposible sobretodo contemplando el pesebre de Belén.