"San Benito destruyendo el ídolo de Apolo" - Fray Juan Andrés Ricci de Guevara (1600-1661) |
“¡Dichoso el hombre que no
sigue el consejo de los malvados, ni pone el pie en el camino de los pecadores,
ni entre los burladores toma asiento, más tiene su deleite en la Ley del Señor,
y en ella medita de día y de noche!”
Salmo I, 2-3.
Hace unos días, el
calendario oficial de la Iglesia católica celebro la fiesta de san Benito de
Nursia, fundador de la Orden benedictina y padre de los monjes de Occidente.
Este santo varón del siglo V fue la semilla de la reconstrucción de la civilización
tras la caída del Imperio romano, ya que la Orden monacal fundada por él, fue
la gran evangelizadora de la Europa bárbara, basta ver la cantidad de
monasterios repartidos por los países europeos y la lista de santos misioneros
de dicha Orden.
“En verdad, en verdad os digo, que quien cree
en mí, él hará también las obras que yo hago, y las hará todavía mayores; por
cuanto yo me voy al Padre” (San Juan
XIV, 12)
Hace ya muchos
años, el Papa Benedicto XVI dio una excelente catequesis sobre la figura de san
Benito de Nursia, patrono de su pontificado. He decidido compartirlo aquí
porqué en el texto del entonces pontífice (hoy emérito), se resalta que las
obras de san Benito no fueron meramente por “rescatar Occidente” sino porque
eran consecuencia de su inmenso amor al Señor. Fue en pos de Cristo, por Cristo
mismo, no por la añadidura.
Nada mejor que
leer la biografía que le hace san Gregorio Magno (hay una edición castellana de
la Editorial Céfiro) para ver esto más claro. Con ejemplos moralizantes y
doctrina sencilla, san Gregorio presenta al “hombre de Dios” como un siervo
fiel de su Señor.
Espero entonces
que este discurso, sirva para rescatar el gran monje de la naciente Cristiandad
occidental.
San Benito
Ora pro nobis
Ora pro nobis
Audiencia
General
Miércoles 9 de Abril del 2008
Miércoles 9 de Abril del 2008
Por Benedicto XVI
Queridos hermanos
y hermanas:
Hoy voy a hablar
de san Benito, fundador del monacato occidental y también patrono de mi
pontificado. Comienzo citando una frase de san Gregorio Magno que, refiriéndose
a san Benito, dice: «Este hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con
tantos milagros, no resplandeció menos por la elocuencia con la que supo
exponer su doctrina» (Dial. II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en el
año 592; el santo monje había muerto cincuenta años antes y todavía seguía vivo
en la memoria de la gente y sobre todo en la floreciente Orden religiosa que
fundó. San Benito de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una influencia
fundamental en el desarrollo de la civilización y de la cultura europea.
La fuente más
importante sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio
Magno. No es una biografía en el sentido clásico. Según las ideas de su época,
san Gregorio quiso ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto
—precisamente san Benito— la ascensión a las cumbres de la contemplación, que
puede realizar quien se abandona en manos de Dios. Por tanto, nos presenta un
modelo de vida humana como ascensión hacia la cumbre de la perfección.
"San Benito escribiendo la Regla" - Anónimo |
En el libro de los
Diálogos, san Gregorio Magno narra también muchos milagros realizados por el
santo. También en este caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino
demostrar cómo Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en
las situaciones concretas de la vida del hombre. Quiere mostrar que Dios no es
una hipótesis lejana, situada en el origen del mundo, sino que está presente en
la vida del hombre, de cada hombre.
Esta perspectiva
del «biógrafo» se explica también a la luz del contexto general de su tiempo:
entre los siglos V y VI, el mundo sufría una tremenda crisis de valores y de
instituciones, provocada por el derrumbamiento del Imperio Romano, por la
invasión de los nuevos pueblos y por la decadencia de las costumbres. Al
presentar a san Benito como «astro luminoso», san Gregorio quería indicar en
esta tremenda situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, el camino
de salida de la «noche oscura de la historia» (cf. Juan Pablo II, Discurso en
la abadía de Montecassino, 18 de mayo de 1979, n. 2: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 27 de mayo de 1979, p. 11).
De hecho, la obra
del santo, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual,
que cambió, con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su
patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la
unidad política creada por el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y
cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De
este modo nació la realidad que llamamos «Europa».
La fecha del
nacimiento de san Benito se sitúa alrededor del año 480. Procedía, según dice
san Gregorio de la región de Nursia, ex provincia Nursiae. Sus padres, de clase
acomodada, lo enviaron a estudiar a Roma. Él, sin embargo, no se quedó mucho
tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble, san Gregorio
alude al hecho de que al joven Benito le disgustaba el estilo de vida de muchos
de sus compañeros de estudios, que vivían de manera disoluta, y no quería caer
en los mismos errores. Sólo quería agradar a Dios: «soli Deo placere desiderans»
(Dial. II, Prol. 1).
Así, antes de
concluir sus estudios, san Benito dejó Roma y se retiró a la soledad de los
montes que se encuentran al este de la ciudad eterna. Después de una primera
estancia en el pueblo de Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún
tiempo a una «comunidad religiosa» de monjes, se hizo eremita en la cercana
Subiaco. Allí vivió durante tres años, completamente solo, en una gruta que,
desde la alta Edad Media, constituye el «corazón» de un monasterio benedictino
llamado «Sacro Speco» (Gruta sagrada).
El período que
pasó en Subiaco, un tiempo de soledad con Dios, fue para san Benito un momento
de maduración. Allí tuvo que soportar y superar las tres tentaciones
fundamentales de todo ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de
ponerse a sí mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último,
la tentación de la ira y de la venganza.
San Benito estaba
convencido de que sólo después de haber vencido estas tentaciones podía dirigir
a los demás palabras útiles para sus situaciones de necesidad. De este modo,
tras pacificar su alma, podía controlar plenamente los impulsos de su yo, para ser
artífice de paz a su alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus primeros
monasterios en el valle del Anio, cerca de Subiaco.
Claustro del Monasterio de Santo Domingo de Silos, España. |
En el año 529, san
Benito dejó Subiaco para asentarse en Montecassino. Algunos han explicado que
este cambio fue una manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local
envidioso. Pero esta explicación resulta poco convincente, pues su muerte
repentina no impulsó a san Benito a regresar (Dial. II, 8). En realidad, tomó
esta decisión porque había entrado en una nueva fase de su maduración interior
y de su experiencia monástica.
Según san Gregorio
Magno, su salida del remoto valle del Anio hacia el monte Cassio —una altura
que, dominando la llanura circunstante, es visible desde lejos—, tiene un
carácter simbólico: la vida monástica en el ocultamiento tiene una razón de
ser, pero un monasterio también tiene una finalidad pública en la vida de la
Iglesia y de la sociedad: debe dar visibilidad a la fe como fuerza de vida. De
hecho, cuando el 21 de marzo del año 547 san Benito concluyó su vida terrena,
dejó con su Regla y con la familia benedictina que fundó, un patrimonio que ha
dado frutos a través de los siglos y que los sigue dando en el mundo entero.
En todo el segundo
libro de los Diálogos, san Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito
estaba inmersa en un clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración
no hay experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no era una
interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su época,
vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los
deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.
Al contemplar a
Dios comprendió la realidad del hombre y su misión. En su Regla se refiere a la
vida monástica como «escuela del servicio del Señor» (Prol. 45) y pide a sus
monjes que «nada se anteponga a la Obra de Dios» (43, 3), es decir, al Oficio
divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es, en
primer lugar, un acto de escucha (Prol. 9-11), que después debe traducirse en
la acción concreta. «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a
sus santos consejos», afirma (Prol. 35).
Así, la vida del
monje se convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación «para
que en todo sea glorificado Dios» (57, 9). En contraste con una
autorrealización fácil y egocéntrica, que hoy con frecuencia se exalta, el
compromiso primero e irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera
búsqueda de Dios (58, 7) en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente
(5, 13), a cuyo amor no debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente
así, sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de paz. En el
ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5, 2), el
monje conquista la humildad (5, 1), a la que dedica todo un capítulo de su
Regla (7). De este modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y
alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de
Dios.
A la obediencia del
discípulo debe corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio «hace
las veces de Cristo» (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo en el
segundo capítulo de la Regla, con un perfil de belleza espiritual y de
compromiso exigente, puede considerarse un autorretrato de san Benito, pues
—como escribe san Gregorio Magno— «el santo de ninguna manera podía enseñar
algo diferente de lo que vivía» (Dial. II, 36). El abad debe ser un padre
tierno y al mismo tiempo un maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Aun
siendo inflexible contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar la
ternura del buen Pastor (27, 8), a «servir más que a mandar» (64, 8), y a
«enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras» (2, 12). Para
poder decidir con responsabilidad, el abad también debe escuchar «el consejo de
los hermanos» (3, 2), porque «muchas veces el Señor revela al más joven lo que
es mejor» (3, 3). Esta disposición hace sorprendentemente moderna una Regla
escrita hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad pública, incluso
en ámbitos privados, siempre debe saber escuchar y aprender de lo que escucha.
San Benito
califica la Regla como «mínima, escrita sólo para el inicio» (73, 8); pero, en
realidad, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para
todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su
humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la
vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.
Monje cartujo rezando el Breviario |
Pablo VI, al
proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía
reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla
para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa,
recién salida de un siglo herido profundamente por dos guerras mundiales y
después del derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas
utopías, se encuentra en búsqueda de su propia identidad.
Para crear una
unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos
políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una
renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del
continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital,
el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de
querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa
del siglo XX, como puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó «una
regresión sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad» (Discurso
a la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura, 12 de enero de
1990, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de
1990, p. 6). Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla
de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un
verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero humanismo.
(…)
Saltamos los
saludos finales, que no se relacionan con el tema central. Ellos se pueden leer
en el original aquí.