“¿Adónde
iré que me sustraiga a tu espíritu,
adonde huiré de tu rostro?
Si subiere al cielo, allí estás Tú;
si bajare al abismo, Tú estás presente”.
Salmo CXXXVIII/CXXXIX, 7-8.
Habiendo
llegado a los últimos días de diciembre he pensado que debería escribir un
breve artículo después de meses de silencio. Aprovechando, como me dijo un
santo sacerdote una vez, sobre estas fechas, que parecen ser las que “más
despiertan los sentimientos religiosos”. Algo tendría que decir a los lectores
que aún permanecen en esta humilde bitácora.
El año
2022 ya está terminando, no quedan más de un par de días y luego vendrán las
fiestas de Año Nuevo, correrá el 2023 y nos volveremos a encontrar otra vez con
los últimos días de diciembre y la rapidez con las que nos envuelven las
fiestas, para volver a empezar otra vez y en eso se va la vida. Sin duda, es
Cronos que se devora a sus hijos, apenas estos nacen, ¿verdad? Si así fuera,
nuestra vida sería una tortura insufrible, si nos sentamos a pensar que
simplemente el pasar de los días es un eterno fluir sin sentido, y nosotros le
agregamos un calendario según las estaciones solo para darnos la
ilusión de diferencias, días especiales, etc.
Eso me
recuerda a mis clases de filosofía en la ciudad de La Plata, cuando tratamos
sobre los existencialistas. La trama profunda de la novela La Nausée (“La
Náusea”) del filósofo Jean-Paul Sartre (1905-1980) era aterradora: La marcha de
los días simplemente no tiene sentido, y ponernos a meditar sobre esto
terminará en una angustia incurable que podríamos llamar infierno. Si no me
falla la memoria, cuando termino esa clase (dada por un magistral profesor) los
compañeros del curso salimos pálidos del aula. Cuestionándonos el sentido de
nuestra propia vida.
Felicito
al profesor por habernos presentado tan bien la angustiante concepción de la
existencia de Sartre, angustia que me acompaño (y a veces me acompaña) toda la
tarde de aquel día. Pero, pasadas las horas, tuve que visitar a un sacerdote
muy querido mío, y mientras conversábamos sobre bueyes perdidos le presente
este asunto que me preocupaba sobre existencia y tiempo. Su respuesta fue
simple y suficiente (¡gracias a Dios!), para disiparme todas las dudas: “Nosotros
somos cristianos, no tenemos ese problema que tiene Sartre”.
¡Y qué
razón tenía! Porque la cuestión de la existencia, el sentido de la vida o el
sentido de la historia, llámenlo como quieran, los cristianos lo hemos resuelto
ya hace muchos siglos. Como reconoció el escritor Jorge Lozano Hernández
(1951-2021) en su libro “El Discurso Histórico” (1994) respecto al
cristianismo: “ha sido visto como una ruptura, una revolución en la mentalidad
histórica. Dando a la historia tres puntos fijos –la creación, inicio absoluto
de la historia; la encarnación, inicio de la historia cristiana y de la
historia de la salvación; el juicio universal, fin de la historia-, el
cristianismo habría sustituido a las concepciones antiguas de un tiempo
circular la noción de un tiempo lineal, habría orientado la historia y la
habría dado un sentido” (op. cit. Pág. 34).
La
ventaja del cristiano sobre el “sartriano” es la conciencia de una partida
desde un comienzo, y de la existencia de un final; No a un constante reinicio o
a una historia cíclica, sino que todo comienza con Creador al que “han de
volver todos los vivientes” (Salmo LXIV/LXV, 3) y no hay una marcha de la nada
hacia la nada.
Bajo
esta cosmovisión la vida cristiana es esperanzadora, por encima de las demás
concepciones de la vida, sean estas religiosas o filosóficas si se quiere. Ni
la lucha de clases del marxismo (intento fallido de darle sentido a la
historia) o el “individuo libre en el progreso indefinido” de los positivistas
es verdaderamente señor de su historia. Porque la Historia (con “H” grande) es
el camino de los hombres a la eternidad, ya sea en amistad con Dios, o
enemistad con Él.
El mes
de diciembres es perfecto para reconsiderar estas cosas, para aquellos que no
son cristianos (a quienes la gracia divina tocara el corazón algún día) como
también para los que somos cristianos, a quienes el mundo moderno ahoga con
veneno día a día con el fin de obligarnos a perder nuestra obligación de ser
“sal de la tierra” y “luz del mundo” (San Mateo V, 13-14) para volvernos más
del montón y perdernos así. “Entrad por la puerta angosta, porque la puerta
ancha y el camino espacioso son los que conducen a la perdición” (San
Mateo VII, 13) nos dijo el Señor muchos siglos atrás para recordarnos a qué
vinimos a este mundo temporal. Nuevamente, volvemos a recordar al tiempo, que
es efímero y finito, con principio y fin; el titán Cronos que se come a sus
hijos. Los cristianos no tenemos por padre a Cronos, sino al Dios verdadero,
que no devora a sus hijos por miedo a que le arrebaten el trono, sino que
entrega a su propio Hijo para liberarnos a nosotros, los esclavos de otro
dueño, y una vez libres podamos acceder a su trono (II Timoteo II, 11-12).
El
precio de la libertad cristiana se encuentra en la sangre del Niño nacido en
Belén. ¿Cómo agradecemos los cristianos modernos ese regalo? ¿Nos hemos puesto
a pensar como celebramos la Navidad? La fiesta, en el sentido clásico del
término, es una acción de gracias a los dioses por el orden de las cosas
(pueden leer de esto en Una teoría de la fiesta, de Josef Pieper). Con más
razón, los cristianos, que no adoramos al sol, a las ranas o al barro como los
paganos, sino al verdadero Dios, deberíamos celebrarlo en acción de gracias.
Pero
¿Cómo celebramos la Navidad en “la cultura occidental y cristiana”? ¿En qué se
ha convertido la fiesta del nacimiento del Señor? Nada más que una fiesta
sentimentalista, consumismo exacerbado y falsa esperanza. Lo primero y lo
segundo ya sabemos, lo vemos a diario en estas fechas (las compras, los
adornos, las luces y películas y más películas de Papa Noel y de familias que
cenan juntas, y todos abren los regalos a la mañana del 25 y así…) pero ¿falsa
esperanza? ¿Por qué? Porque la razón de la Navidad no es ni los regalos, ni la
cena a la noche, ni siquiera la familia unida; eso es totalmente accidental, la
esencia de Navidad es Jesús que nace para salvar a los hombres. Esa es la
verdadera esperanza de Nochebuena, la noticia de que “hoy os ha nacido en la
ciudad de David el Salvador, que es el Cristo, el Señor nuestro” (San Lucas II,
11). Y si reconsideramos esto, comprenderemos por qué tenía más sentido para un
ermitaño del siglo V, recluirse en su cueva, rezando ante un icono del
nacimiento de Cristo, que en una gran mesa, con todo tipo de comidas deliciosas
brindando, sacándose fotos, grabando videos y abriendo pilas de regalos como en
las películas estadounidenses.
Tal vez
exagero con el ejemplo, pero es porque quiero dar a entender esta idea del
sentido diferente que tiene (o debe tener) el cristiano respecto al tiempo que
vive. Es decir, si la Navidad es reducida a una cena familiar con regalos,
asado y budines, y copa tras copa de vino, sidra y cerveza para tener dolor de
estómago a la mañana siguiente, ¿en qué nos diferenciamos de los demás? ¿De
aquellos que no creen o dejaron de creer? ¿Esa es la celebración cristiana de
la Navidad? No parece.
¿Entonces
se cancela la cena? No, solo se le pone en su respectivo lugar dentro de la
fiesta, respetando su orden de valor y jerarquía, ¿lo olvidan? Una fiesta es
una acción de gracias a la divinidad por el orden del cosmos. ¿Vamos a la
iglesia entonces? Pues sí, cuando un niño nace, su familia va a verlo al
hospital, a su lugar de nacimiento. Similarmente, ocurre en el Evangelio, san
Mateo narra la llegada de los Reyes Magos (capítulo II) y san Lucas como los
pastores dejaron sus rebaños (capítulo II) para ver al Niño en Belén. ¿Basta
entonces con ir a la Misa del Gallo para celebrar la Navidad? No, y no se
malentienda, como católicos tenemos la obligación de ir a la santa Misa los
días de precepto, pero también debemos vivirlo en el día a día, como ya dije
más arriba, ser “sal y luz del mundo”, no simplemente cumplir una reunión
semanal de un grupo de autoayuda (bien sabemos que la Misa no es eso). Si no de
recibir la gracia divina y vivirla día a día, aun cuando caemos en pecado Dios
siempre nos vuelve a levantar, si tenemos la voluntad de pedirle ayuda, y así
verdaderamente habremos celebrado la Navidad
El
mundo de hoy perdió la verdadera esperanza de la Navidad, porque se embriagó
con la falsa y rechaza siquiera recordar la verdadera, aunque sea por mera
tradición cultural (ni hablemos de convicción real) basta con esta noticia
sobre la Escandinavia protestante, que es supuestamente parte de la
“civilización occidental y cristiana”, países con monarquías confesionales e
iglesias de estado, cuyos ministros son funcionarios públicos, países fundados
bajo la cristianización de Europa, nacidos de la sangre de misioneros y
mártires, allí ya no se puede decir “Navidad”, porque una vez que “la sal
pierde su sabor, ¿con qué se vuelve a salar? Ya no sirve, sino para ser
arrojada y pisada de las gentes” (San Mateo V, 13). Por ello, debemos siempre
recordar lo que nos pide el Evangelio, no por miedo, sino por amor, y en el
amor verdadero; en el orden verdadero con el que Dios dispuso la Historia, así
podremos contemplar a Aquel que se hizo hombre por nuestra salvación, y
entonces como los pastores en Belén, “glorificaremos y alabaremos a Dios por
todo lo que habíamos oído y visto” (San Lucas II, 20).