Cuando era niño tenía el gusto de “jugar” con la biblioteca que había en la casa de mis abuelos. Los libros me causaban admiración, su texto era misterio esperando ser desentrañado, sus fotos o ilustraciones eran ventanas a realidades lejanas como la Sabana africana o los palacios de la antigua Persia, o metafísicas inclusos (siendo así verdaderos iconos). Los libros, algunos ordenados en filas por nombres, otros por tema, y otros por estatura me maravillaban.
Entre ellos había un librito al que mi abuela tenía especial cariño, y era la Biblia; una pequeña edición, adornada con un Sagrado Corazón en la tapa, y en la contratapa el bello Noli me tangere, de Antonio Allegri da Correggio (1489-1534). Mi abuelo, por su parte, tenía en la sala una pequeña mesa frente a los sillones, donde colocaba los libros que leía mientras tomaba el mate de la mañana o la copa de vino a la noche. Infaltables en esa mesa eran la guía telefónica, el diario, algunas vidas de santos o sus escritos, y tambien la Biblia, está un poco más grande que la de mi abuela.
Noli Me Tangere - Antonio Allegri da Correggio (agosto de 1489 - 5 de marzo de 1534) |
Aunque en esos años mi interés no era la lectura (me aburría profundamente) sino el escuchar y el ver,me gustaba apreciar la belleza de un buen libro. Escuchaba lo que mi abuela me leía, miraba las ilustraciones de esos libros. Tenía especial cariño por El Tesoro de la Juventud, aquella vieja enciclopedia juvenil de los años 20, publicada por la Editorial Grolier International, con colaboración de grandes intelectuales españoles e hispanoamericanos de entonces. Sus hermosas láminas e ilustraciones inspiraban mi imaginación infantil, y sus textos hicieron nacer mi curiosidad por la Historia y la literatura narrativa.
Estos recuerdos me han hecho considerar sobre la sacralidad del libro. “La escritura es el comienzo de la cultura y la civilización”, me dijo hace muchos años una profesora de historia. La humanidad lo supo desde siempre; desde los primeros grabados en piedra hasta los excelentes códices medievales. Se ha plasmado con arte “aquello que debía ser escrito” para la posteridad, por eso conservamos los grandes volúmenes de la antigüedad con sumo cuidado en bibliotecas especializadas, no solo por su texto e historia, sino por su sacra belleza.
Hombre leyendo con una candela - Matthias Stomer (1600 - 1650) |
El libro tiene una sacralidad propia y atrayente, su cuadrada figura en sí, es seductora. No hablo de libros en particular, sino de el Libro como concepto general, como atrayente fuente de sabiduría o distracción, conocimiento o ignorancia. “El papel lo aguanta todo”, se dice en referencia a que pueden escribirse miles de mentiras y barbaridades, pero el papel lo aguantará en forma de libro (uno triste pero libro al fin). Un libro puede tener musas cantando poesía como descripciones de los más bajos crímenes, importantes volúmenes de historia o patéticos intentos de filosofía. Un arma de doble filo, ya que con ella puede transmitirse verdad pura o error maligno, o aún más peligroso, ambas cosas en medidas distintas. Los malignos pueden olvidarse en la biblioteca sin problema, salvo cuando haya que consultarlos por alguna cuestión. Los buenos, aquellos que transmiten bien, verdad y belleza; siempre deben estar presentes en las manos y mentes de un lector.
El Buen Libro por excelencia, la santa Biblia, es el infaltable en cada hogar, en cada escritorio y en la memoria. Rumiar los sagrados textos no solo es bueno para que el alma contemple a Dios, sino también para que el alma practique la justicia (Regla de san Benito cap. LXXIII). Pero no solo en la Sagrada Escritura encontramos verdad y justicia. Podemos encontrar cosas buenas en la sabiduría de los paganos, a quienes Dios no dejo abandonados como dice san Pablo (Hechos XIV, 15-16). La luz de Dios ilumino también a los gentiles, quienes en la medida de sus posibilidades, escribieron para Cristo, aun sin haberlo conocido.
Los buenos libros son compañeros eternos para las almas buenas. Son alimento de la mente y paz de espíritu. Trasmiten paz y sabiduría, que solamente rumiada en sus páginas puede ser beneficiosa para las personas. La literatura clásica, los grandes poetas, y sobre todo la Sagrada Escritura son un escape al mundo de silencio, contra la actual tiranía del ruido. Sentarse en un sofá y leer o en el jardín bajo un árbol, además de ser románticas escenas para un pintor, son sencillos placeres escondidos en la vida terrenal. Nos hace valorar la sabiduría que Dios regalo a los hombres, así como escuchar su voz (si leemos la Escritura). Y aquí es donde podemos sentir esa fuerza de la inmortalidad de los libros, ya que no puede suplantar una pantalla esos cofres de tesoros que inspiran respeto y reverencia.
Antiguo Misal Romano |
“¿No hay Libros Santos en tu rito?”- me dijo hace muchos años un joven compañero de estudios (que hoy se prepara para el sacerdocio en el rito bizantino). Le respondí simplemente que lo desconocía, y por tanto mi presurosa respuesta fue negativa. Él se refería a los libros litúrgicos, que en su iglesia son reverenciados de manera especial durante la Divina Liturgia, como cuando el sacerdote luego de la lectura del Evangelio hace besar sus páginas a los ministros diciendo “Cristo está entre nosotros”. El rito occidental tiene sus "libros santos", pero muchas veces estos son tratados como meros utensilios en lugar de guardianes de cosas sagradas. No me refiero solamente a la manera de celebrar la Misa, sino que pienso en la estética de los mismos; recuerdo el caso de una edición del Misal italiano ilustrado con horribles pinturas (“arte moderno” le dicen). Me contaron de un cura italiano que recorto de su misal parroquial estas imágenes y las envió con una carta llena de sarcasmo a la comisión litúrgica italiana.
Monja leyendo las Sagradas Escrituras - Hermann Kaulbach (1846-1909). |
También pienso en las versiones de la Biblia; comparemos las versiones Biblia de Nuestro Pueblo, Latinoamericana o Católica para Jóvenes con la clásica Reina-Valera protestante, esta última a pesar de ser una versión “herética” no tengo escrúpulo en decir que su presentación (tapa negra y bordes dorados o rojos) tiene un atractivo mistérico que la distingue como “La Biblia”, del cual algunas ediciones modernas (y reediciones de antiguas como la Torres-Amat o Straubinger) carecen. Un atractivo que también tienen los viejos Missale Romanum, y demás libros de ritos en comparación con las débiles ediciones modernas (¿Notaron cuanto resiste al tiempo un viejo Breviarium en comparación con la Liturgia Horarum actual?). Si el libro es bello, dan más ganas de leerlo.
La modernidad, tan acostumbrada a
la luz eléctrica y el ruido, olvidan la importancia de leer en papel. Las pantallas, cada vez más invasivas, quieren eliminar al libro del
mundo, sobre todo en los niños (y estos son necesarios para su crecimiento).
Creo que es un deber luchar contra esta invasión por el bien del Libro, señal
de civilización. Aunque pasen los años y crezcan las pantallas y sus ruidos, siempre estarán
los viejos libros, con su sacra dignidad en los silenciosos estantes, esperando ser leídos,
confirmando así su inmortalidad