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Funeral de un payaso |
Por Antonio Caponnetto
Difícil sintetizar
en un par de líneas el oscuro fenómeno que desató la muerte de Maradona. Valga
el intento:
El sujeto que
acaba de morir era un degenerado; un vicioso ostensible, que aglomeró en su
conducta todos los pecados capitales. Una contrafigura, un antimodelo, un
personaje despreciable. Los filigranas que supo hacer con una pelota no quiso
ni supo hacerlo con su vida, a la que llevó, en no pocas ocasiones, al límite
mismo del bestialismo. Sus predilecciones hacia la izquierda rabiosa y
virulenta, tan ostensibles cuanto básicas, completaron el cuadro de una
degradación que parecía no hallar fondo.
La deificación que
se le tributó en vida –y que él fomentó como parte de su inmoralidad- hasta la
actual apoteósis insensatamente organizada por el gobierno alrededor de su
cadaver, muestran como pocas veces en la historia la inmensa y avasallante
corrupción que envuelve al poder político, y la penosísima estupidización de
las masas, incapaz el uno como las otras, de admirar a los verdaderos
arquetipos, pero siempre prontos a glorificar a los canallas.
La reacción
oficial de la Iglesia, desde el obsceno Bergoglio hacia abajo, pasando por
Poli, Tucho, capellanes futboleros et caterva, fue la previsible en estos
tiempos de felonías múltiples e idolatrías formales: se sumó a la oclocracia
imperante y desbordada, laudando al finado cual si estuviera ante los funerales
de Héctor o el tránsito de un Padre del Yermo. Frases estamparon los
encumbrados pretes en estas horas aciagas, que escandalizan y ofenden la vida y
la memoria de los hombres de bien. El precitado Tucho, verbigracia, –que al fin
de cuentas también se llama Fernández- osó decir que Maradona “nunca perdió la
fe popular de los sencillos”. El besólogo episcopal debería saber que el occiso
era la cabeza de una “Iglesia Maradoniana”, fundada en Rosario el 30 de octubre
de 1998, en nombre de cuyos principios blasfemos pidió ser embalsamado y
exhibido. No habrá sido la Pachamama, pero de haberse cumplido con su voluntad
póstuma, no habría faltado quien lo llevara después hasta los mismos jardines
del Vaticano.
Se repite por
todas partes que “al Diego” le debemos felicidad los argentinos todos; que no
ha sido sino un surtidor de dichas, gozos y alegrías colectivas. Y el mismísimo
Alberto, tras declarar tres días de duelo nacional y ordenar su velatorio en la
Casa de Gobierno, usando el mismo argumento de la felicidad emanada por
doquier, se preguntó retóricamente: “con qué autoridad moral puede alguien
decirle algo?”.
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Incidentes en el velorio de Maradona |
La respuesta es
muy simple: con la autoridad moral que no tiene el que se formula el interrogante.
Con la autoridad moral que sí tienen, en cambio, los simples hombres buenos,
que a diferencia del orgulloso papi de “Dyhzy”, no son aborteros, ladrones,
mentirosos, verdugos de la nación, hermafroditas o mafiosos.
Mala señal para un
pueblo cuando su máximo dador de felicidad es precisamente alguien que ha sido
la antítesis de las dos condiciones que señalan los maestros clásicos para ser
genuinamente feliz: vivir virtuosamente y contemplar lo que rectamente se ama.
Como paradójico
saldo positivo del circo tanático orquestado por el Gobierno, quedan varias
evidencias. La mentira infame de la cuarentena; el mito del distanciamiento
social, la cruel insensatez de embarbijar a la población y la aberración de la
llamada neonormalidad. De la noche a la mañana,en cuestión de minutos, todo
este andamiaje homicida y tiránico montado por el Gobierno, en consonancia con
el Nuevo Orden Mundial al que sirve, se vino completamente abajo. Las
multitudes recuperaron por arte de magia la paleonormalidad habitual, ordinaria,
común y corriente. Dieron la vuelta al mundo las fotos de esos morochos
rubicundos en cuero, “ferné” o “birra” en ristre, amontonados, atiborrados y
hacinados; llorando, gritando y mucho más, los unos encima de los otros.
De ahora en más,
el ciudadano que siga creyendo en que nos han estado cuidando la salud, a costa
de nuestra libertad genuina y de nuestra dignidad creatural, o es un estulto o
es un cómplice de la “plandemia”. De ahora en más, lo reiteramos, será tenido
por necio o por aliado de la tiranía, el que no advierta que hay muertos de
primera y otros de cuarta, que la plata y la fama no tienen protocolos
sanitarios que cumplir,y que para los actuales gobernantes se puede prohibir el
culto, la educación y la familia, pero se debe permitir el desborde de las
hordas futboleras.
Interrogado el
asesino Ginés González García acerca del peligro de un contagio masivo ante los
desmanes provocados por las tales hordas, respondió con uno de sus flatus
vocis: “no se puede ir en contra del pueblo”. Esto es lo que sucede cuando se
confía el cuidado de la salud pública a un regenteador de chiqueros, a un
repartidor de condones, a un promotor de vacunaciones probadamente dañinas, a
un propulsor del filicidio y de la contranatura.
Ha muerto
Maradona. Dios sabrá –siempre lo supo, ya lo sabe- lo que tiene que hacer con
su alma. A nosotros, más que su previsible muerte, nos duele hasta la sangre,
constatar una vez más que,en la patria, hace tiempo ha muerto la Verdad, el
Bien y la Belleza.
Ha muerto Maradona.
Su muerte, seguida de faraónicos tributos y de libertinajes por doquier, ha
sido un insulto para los tantos muertos de estos meses de encierro; apenas
dígitos de las estadísticas fraguadas por el oficialismo; apenas bolsas de
cenizas; acaso apenas desconsolados agonizantes.
Que a nadie se le
ocurra, tras lo visto y vivido, que debemos quedarnos en casa; sin templos, sin
escuelas, sin cercanías hogareñas; sin responsos ni festejos ni duelos.
Original aquí.