De tal modo, la augusta Madre de Dios,
arcanamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto (Bula
Ineffabilis Deus, 1 c, p. 599) de
predestinación, inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha en su divina
maternidad, generosa Socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo
sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de
sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro y vencida la
muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del
cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de
los siglos (1 Ti I, 17).
Constitucion Apostolica Munificentissimus Deus de Pío XII – 1 Noviembre de 1950
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